Aquella
noche de viernes, de millones de luces centelleantes, de atardeceres encerrados
bajo llave en un baúl y de silencios interrumpidos por el sonido de unos
tacones que nadie sabría callar. Aquella noche no intuyó, no vaciló, no dudó,
supo que algo había cambiado. Aquella noche en la que la ciudad se teñía de
lluvia y su cara de lágrimas se prometió no sufrir más, al menos no de esa
forma. El dolor en el que se había encerrado era insoportable, no lo había
elegido, era simplemente un precio que debía pagar por haber conocido la
felicidad en estado puro. Ella había elegido que él la marcara, una marca que
sólo el más loco de los locos sabría comprender, que el más ciego de los ciegos
podría descifrar en su mirada y que ni el más sincero de los besos podría
borrar nunca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario